La Tercera Marcha
Un largo sábado
Carlos Ruiz.
Dicen que este mamífero que compra y se peina es el único animal que sabe que ha de morir. Chateaubriand lo expresa de otra manera, a su manera: nos pasamos la vida dando vueltas alrededor de nuestra tumba. Y, sin embargo, somos capaces de vivir, de hacer planes, pagar hipotecas, construir castillos en el aire e incluso pronunciar alguna vez esa frase que dice te amaré siempre. Porque existe el futuro, esa pasarela imaginaria que nos permite eludir el más allá yendo más allá. El futuro segrega esperanza. O quizás sea la esperanza el material que construye ese puente que permite con cierto disimulo la eternidad. El covid, como diría Sabina, no solo nos ha robado el mes de abril. Su furiosa tormenta de citoquinas ha abreviado tanto el futuro que nos ha arrojado de bruces al angosto espacio del presente. Y no estamos acostumbrados a esas estrecheces.
El confinamiento recuerda ese averno literario que Sartre escribió en A Puerta Cerrada. El infierno son los otros, decía. Porque la mirada de los que nos rodean es un juez implacable que mide con exactitud la distancia entre lo que somos y lo que decimos ser.
En cierta manera, podemos decir que el virus pone al descubierto la hipocresía, corroe las apariencias. En este mismo momento, en esa reclusión involuntaria, hay alguien, más de uno, que ha suspendido en la distancia corta de sus seres queridos. El miedo es un severo test. Decía Quevedo que el dinero no cambia a la gente, sino que la descubre. El miedo también. Y lo estamos viendo. Todos nos estamos viendo. No quiero hablar del vecino que arroja lejía a la puerta de la reponedora del supermercado donde él hace su compra online. O del que hace una pintada en el coche de una doctora que quizás un día lo intube en la uci. No.
Quiero hablar de la reponedora y de la doctora. Y de Kant. Sí, no se vayan. Porque hay seres morales que, entre diversas opciones, eligen la que no le reporta ningún beneficio, incluso poniendo en riesgo su vida. Son, como los definió Martín Garzo, portadores compasivos: las personas que “sostienen el mundo”. Pero normalmente son anónimas, invisibles, porque no posan en blanco y negro fingiendo llorar por los muertos del coronavirus en un baño peculiar con fotógrafo incorporado que pasaba por allí. Políticos sedientos de redes sociales. Kant contra ese otro virus que manosea el sufrimiento humano. Se llama populismo. Maldito populismo.
Un ser microscópico ha puesto contra la pared a la civilización tecnológica, esa que envía cohetes al espacio, construye robots y, embriagada de poder, va asolando, en cada demostración de su poderío, a la madre que la parió, a la tierra que la vio nacer y al aire que respira. Estamos habitando un enorme paréntesis, casi suspendidos en el tiempo. Estamos viviendo, como decía Steiner, un largo sábado. Este judío, ora agnóstico, ora escéptico y otras veces ateo por la gracia de Dios, recordaba la muerte de Jesús. Era un viernes. Y al día siguiente, el sábado, nadie sabía qué iba a pasar. El sábado es el lugar de la esperanza porque todavía todo es posible. Porque el domingo aún no ha llegado. Oigo muchas voces que dicen que, cuando la puerta se abra, todo será diferente, que seremos mejores. Oigo muchas teorías en un sentido y en el otro. Admiro a los arúspices que simulan no estar sorprendidos, indemnes, ajenos a la incertidumbre que desuela las ventanas y los balcones cuando cesan los aplausos y, horas después, todos nos vamos a dormir y, durante unos minutos, tomamos la medida real al asunto que nos tiene confinados y encogidos. Ellos interpretan y hablan porque también necesitan el futuro. Todos necesitamos el futuro. No sé cómo será el domingo, pero en todo caso deberíamos reflexionar entre los que fingen ante el espejo y los portadores compasivos. Solo si los cuidamos, habrá futuro. Uno que valga la pena habitar. Depende de nosotros.